domingo, 25 de marzo de 2007

Cataratas del Iguazú, Paraguay

El sexo bendito de mi América Latina.




En medio de una dictadura militar, no estaba en mis planes ver estatuas del General. Menos fuera de mi país. Pero aquella opción de viajar a tierras guaraníes no se podía descartar así como así. Paraguay tendría otras cosas a parte de milicos y evangelistas.

Por aquel entonces andaba intentando cambiar mi destino. Ser torta en un pueblo chico no era tarea fácil, menos en aquellos tiempos de silencio obligado. Así que entre bofetadas familiares, habladurías de pueblo, sanciones de colegio católico y abandono de amigas normales, dejé el río y me instalé frente al estuario. Montevideo se me antojaba Europa; pero en asuntos de orientación e identidad sexual, resultó ser más una aldea social que una ciudad de vanguardia.

Ante aquella desilusión capitalina, y en medio de una adolescencia acallada por las autoridades y la mojigatería pueblerina, incursioné en la búsqueda de la verdad que me haría libre: Cristo Jesús ¡La Respuesta!
Y no es que la religión cristiana fuese mi objetivo de vida. Supongo que si Charles Manson hubiese llegado hasta mí con una descripción de felicidad tan perfecta, hubiese sido también su seguidora.

Allí me encontraba yo por los 70 y pico, intentando ser aceptada como ser normal, cuando me ofrecen un viaje misionero. Nadie sabía de mi lucha por dejar de ser homoerectuslesbian, es decir una torta activa con todas las letras. Ni de mis oraciones nocturna para que el espíritu santo me quitara el demonio hormonal que me provocaba la hija del pastor, cuando llegó la noticia que me condenaría por siempre a las llamas del infierno:

-Victoria y Maribel, han sido elegidas para viajar juntas en la misión de jóvenes cristiano de nuestra Iglesia rumbo Asunción del Paraguay.

Confieso, el viaje me pareció una tentación demoníaca. La manzanita que tentaría mi diente.
Pararon los días, he instalada en medio de gringos rubios con dinero y cruces en la solapa, escuché la voz apagada de un pueblo que llevaba tristeza en los ojos. Por alguna razón, los ojos de los indígenas se me hacían tristes. Más tristes que en las postales de UNICEF.

Aquella tierra colorada no tenía nada de atractivo a mis ojos. Salvo la gente, la pobreza magistral, los piojos, el guaraní como lengua oficial, los indios en la reserva luciendo Levi´s, salvo eso y las residencias de los millonarios dictadores, nada me decía aquella geografía de humedad y mosquitos.

A casi un mes de vivir en Asunción, lejos estaba yo de saber que Paraguay, había sido en un tiempo nuestra primer potencia americana. Padre mío Galeano aún no había podido hablar sobre “Las Venas Abiertas de América Latina”. Y la Biblia - lectura diaria en las misiones- jamás mencionó a Paraguay cómo parte del mundo de Dios. Creo que a Dios se les escapó ese detalle.


Hasta que un viaje a las afueras de la ciudad, iluminó mi mente y entonces, descubrí dos cosas:
1. el cuerpo de Maribel medio desnudo. Una cama grande. Una noche de fiebre hormonal. Un calor que en Montevideo no se conocía. Y mi condena al infierno para toda la vida. Subirse sobre el cuerpo de la hija del pastor, no era parte de la misión.
2. las cataratas del Iguazú. Sí. El único espacio sin bustos al General Stroessner. Sin milicos, sin metralletas. La garganta del Diablo convirtiendo un hilito de agua en un grito desesperado de libertad; mi primer bandera del arco iris brillando por sobre el agua caída. La bandera del arco iris natural. Y el verde inmenso, húmedo de una selva que parecía el monte erótico del continente.
Una imagen convertida en otra. Un paisaje, una geografía que se asemejaba al sexo caliente de una mujer:
la vagina húmeda de mi América Latina.
Allí, decidí quedarme para siempre.

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sábado, 17 de marzo de 2007

Picada Varela, San José.



Intento volver atrás en el tiempo y recordar uno de mis primeros amores geográficos: La Picada Varela. El único balneario oficial sobre el Río San José a la altura de la capital departamental. Tenía unos tres años cuando descubrí éste lugarsito en el mundo. Los domingos mi madre y mi hermana adoptiva solían tomar un autobús gratis que nos llevaba desde el Barrio Colón hasta la Playita Picada Varela. Llenaban un bolso de plático con refuerzos de mortadela, y jugolín de mandarina. Decían que al agua daba hambre a los niños.

Mi primer contacto con el balneario fué la vista del gran puente de la Picada. Para mis tres años, era como un acto histórico cruzar el puente a pie. El autobús nos dejaba en el parador, y a mi mamá no le atraía quedarnos en el área deportiva ya que el punto más profundo del río daba hacia aquel lugar. Así que cruzábamos el puente a pie. Recuerdo que al mirar hacia abajo del puente, me daban ganas de volar y tocar el agua con las manos. No tenía mucha noción de la altura a la cual nos encontrabamos, pero mi mamá repetía una y mil veces que no mirara hacia abajo.

La playita estaba del otro lado del río, dónde se encontraban las boyitas rojas y blancas que indicaban hasta que punto nos podíamos bañar. Pero al doblar del camino, antes de llegar al área permitida a los bañistas, recuerdo un pequeño acantilado de unos dos metros de altura rodeado de arbustos.

En mi primer contacto con el río la atracción que ejerció el agua ya desde la cruzada del puente, fué lo suficientemente fuerte como para soltarme de la mano de mi mamá y correr hacia el acantilado en cuanto ví de cerca la orilla.

Recuerdo que grité:
-Mamá, ¡mirá el agua!
Corrí más veloz que todos los adultos que me acompañaban y sin la menor conciencia de lo que hacía me tiré de cabeza por el acantilado. Tenía casi cuatro años...

Aún puedo cerrar mis ojos y ver los círculos de agua sobre mi cabeza y la sensación de hundirme en el líquido oscuro. Ni mi mamá ni mi hermana adoptiva sabían nadar. Por gracia de la vida que aún no quería sacarme de ella, el novio de mi hermana nos acompañaba. Salí airosa del susto, pero con la histeria de mi mamá acompañandome de por vida. ¡En toda la tarde me permitieron tocar el agua!

De más está decir que jamás aprendí a nadar.

Para visitar la ciudad en que nací click aquí...

Recorriendo.


En una época era muy común en mi país, inscribirse en la carrera de profesor en secundaria. Moríamos en el Instituto de Profesores Artigas no siempre por vocación, sino por necesidad de obtener rápidamente un sueldo seguro y un título confiable.

Llegué hasta la bedelía del instituto sin decidir aún cúal sería el campo que elegiría para mi carrera docente. Luego de ver la interminable fila de prospectos profesores de literatura, pregunté a la funcionaria en cargo cual asignatura necesitaba más docentes: "matemáticas, inglés, español y geografía"...

Para matemáticas, desde la primaria siempre había sido un cero.
Para inglés absolutamente inepta. Todos mis test en secundaria habían sido copiados a otros compañeros.
Para español, ¡la reina de la mala ortografía! Por lo tanto, mi única opción era geografía.
- Bueno, en realidad siempre me ha gustado viajar. Y geografía será la manera de hacerlo, al menos en la imaginación.


Así fue que durante casi cinco años cursé todas las asignaturas correspondientes al curso de Ciencias Geográficas.
En esos años de estudio descubrí muchas maravillas, por ejemplo los volcanes, la cordillera de los Andes, las cataratas del Iguazú, el Valle Edén en Tacuarembó. Aprendí a leer una foto áerea, a interpretar un mapa de relieve, aprendí la composición de muchos minerales, los estratos rocosos del suelo uruguayo, aprendí sobre ciudades satélites y los pueblos árabes, sobre México y Chile, Suiza y USA.
Pero mi mayor descubrimiento fue sacar de cada lugar lo mejor para dejarlo en mi alma.

La geografía se aprende viajando. Y para hacer geografía hay que ser viajero, (que no lo es lo mismo que ser turista).